La entrada en la vorágine del sistema de salud es por la puerta
grande de “urgencias”. Ahí llegan todos los heridos y las personas enfermas de
gravedad. Familiares y pacientes con la angustia en los ojos desorbitados. La
muerte se pasea majestuosa por sus atestados pasillos, seguida de una corte de
odiosos duendecillos del terror. A mi madre la internaron un jueves por la
tarde con la amenaza de estar sufriendo un infarto.
Los seres humanos encuentran en este “rompe olas”, el
doloroso golpe de sentirse frágiles y mortales. Los dineros y las miserias, las
sapiencias y las ignorancias, los buenos y los malos, todos entran por
urgencias al pavoroso circo de la muerte justiciera. No existe nada más
democrático en este mundo que la muerte.
“Urgencias” es un lugar donde se estrella la prepotencia y
la arrogancia, pues ante el olor apestoso de la muerte sorpresiva, todo se hace
añicos y se convierte en nada. Entrar a urgencias en calidad de paciente es un
formidable y grotesco golpe a nuestra importancia personal, al ego. Llegar a
urgencias en calidad de familiar, es constatar la fragilidad de nuestra
aparente estabilidad.
En urgencias del sistema de salud, los seres humanos pasan
a ser un número y dejan de ser personas. Se les desnuda y se les mimetiza en la
impersonal bata que ha propósito lo deja enseñando su indefenso cuerpo.
El neoliberalismo económico de los últimos 20 años, no
sólo ha dejado al sistema de salud en la bancarrota, sino a las personas que
trabajan ahí las ha convertido en defectuosas máquinas insensibles. En efecto,
las instalaciones se notan avejentadas, sin mantenimiento, cojas, rotas,
parchadas. Los trabajadores, desde el vigilante de la puerta, hasta los médicos
de guardia, están artos, malhumorados, sobre estresados, inconformes; rabiosos
contra sí mismos, sus compañeros, los pacientes y sus “latosos” familiares,...contra
el mundo entero. La frustración y la violencia contenida flotan entre las camas
y pasillos, se entremezclan con el olor a la muerte y el hedor del miedo.
Los pacientes inertes sólo alcanzan a manifestar su terror
de olfatear a la muerte a través de sus ojos, que desorbitados buscan
desesperados, una puerta como para salir inmediatamente de esta dantesca
pesadilla.
Caer en un hospital de la seguridad social, sin “ser
alguien”, es caer en el infierno chiquito de la vida. Donde encontrará diablos
y demonios mayores, ángeles y arcángeles, pero sobre todo, a pomposos Dioses
grandes y chiquitos disfrazados de doctores.
La miseria humana en todo su esplendor, pero con el tufo
de la muerte y el sabor del terror, porque déjeme decirles que el terror y la
muerte tiene un inolvidable sabor, que cala profundo hasta el alma y tarda
mucho tiempo en desaparecer de la boca y de la garganta.
La soberbia y la prepotencia de aquellos que tienen en sus
manos la vida y la muerte de pacientes desesperados, angustiados y aterrados
por la cercanía de la muerte, es verdaderamente insultante. No hay peor burocracia, que la que piensa que
tiene en sus manos la salud de las personas. Desde el analfabeto, anémico y mal
pagado guardia de la puerta, que como San Pedro, decide con la luz de “su
intelecto” y su supremo criterio, quién cruza y quién no cruza “la puerta de
las indulgencias”. Pasando por los afanadores que chacotean entre el dolor y el
terror de aquellos que se sienten como viles reces, en las instalaciones de un
rastro del tercer mundo, y que saben, que no tienen escapatoria.
O que decir de las enfermeras que tratan de sobrevivir en
medio de la sangre y un quejido de dolor, fortaleciendo su caparacho de
insensibilidad e indiferencia. Mujeres que estoicamente tratan de salvarse un
poquito o salir lo menos golpeadas del dolor, el vómito y el excremento de los
tocados por el destino, tratando de encontrar un espacio entre los dioses y
semidioses que poseen el luminoso conocimiento que permite hacer vivir o dejar
morir a los pacientes.
La burocracia ramplona y mal pagada, como en todas partes,
con todos sus vicios e incapacidades humanas y del sistema, pero con la
diferencia de que aquí se juega con los sentimientos más profundos de los seres
humanos, aquellos que ante la muerte nos enfrentan al pánico más aterrador de
darnos cuenta de que la muerte existe también para nosotros y para nuestros
familiares. Nada peor que estar semidesnudo e indefenso en una camilla de
urgencias, esperando a que te atiendan en el siniestro carrusel de la muerte.
En un hospital existen sus infiernos grandes y sus
infiernos chiquitos. Sus demonios y sus diablitos, sus ángeles y sus arcángeles
y todos los Dioses por supuesto, grandotes y enanos, que con su bata blanca y
su estetoscopio se pavonean como supremos detentadores del magno conocimiento
que define la vida y la muerte. Con infinita soberbia y gran desprecio para
aquellos seres humanos que se encuentran en total estado de indefensión. No se
les puede molestar, no se les puede interrumpir. Sí uno se atreve a hablarles,
voltearán agresivos su fría mirada de desprecio y contestarán, cuando ellos lo
crean conveniente. Con una incómoda y ajustada educación fingida, salpicada de
desprecio, tratan a los apesumbrados y nerviosos familiares, como tontos de
capirote.
Los médicos burócratas se manejan con una sobrada y
arrogante prepotencia, los pacientes son sólo simples y llanos objetos de su
sapiencia, los familiares son molestos estorbos saturados de ignorancia.
Cada médico, cada enfermera, cada trabajadora social, cada
vigilante, cada uno de ellos tiene trato directo con Dios y a su vez ellos
tienen que tratar con los molestos e ignorantes seres humanos.
Sin embargo, después de unos días de este infierno, se da
uno cuenta de sus grandes pequeñas luchas de poder, sus rencores, sus envidias,
sus frustraciones, sus diferencias insalvables,... de sus miserias. En efecto,
en un hospital de la seguridad social, existen cientos de fronteras, atalayas y
fosos insalvables, así como alianzas estratégicas, armisticios y guerras de
baja intensidad, que no se aprecian a primera vista.
Enormes castillos y fortalezas, cajas de seguridad y hasta
cuartos de castigo, pero también personas que no han sucumbido a la vorágine de
la insensibilidad, la indiferencia y a la deshumanización. Porque también hay
que decirlo, existen personas sensibles y humanas, que en medio de este
infierno, dejan flores y frutos perfumados por el espíritu humano.
Sin embargo, existe un común denominador en un hospital,
desde el incapaz y famélico vigilante de la puerta, hasta el más encumbrado y
poderoso “dador de vida”, que se la pasan “regañando” a los pacientes y a sus
familiares, que tienen que vivir este infierno, como quién cruza un campo
minado o una “tierra de nadie” en un frente de combate.
Uno tiene que dirigirse a ellos con suprema humildad, para
no acrecentar su frustración y enojo. Lo que dice uno de ellos, sólo es válido
en su horario y en “su territorio”. En otro tiempo y en otro espacio, el
paciente o el familiar, para sobrevivir, tienen que “negociar” con el que esta
en turno, tienen que buscar su aprobación, aceptación y padrinazgo.
Los familiares somos como pelotas de futbol, en medio de
las patadas que unos y otros se dan. El paciente tiene que ser un objeto sin
identidad, sin derechos y sin inteligencia. El familiar tiene que ser servil,
dócil y mudo, ante el omnipotente poder. Con ellos no se puede hablar de manera
horizontal, siempre debe ser vertical. Desde abajo para arriba y tratando de
que no se molesten.
En un hospital de la seguridad social, uno de los bienes
más preciados y que se escamotean a pacientes y familiares es la información.
Cada quien desde su castillito tiene “su verdad” y su diagnóstico. Cada quién,
desde el analfabeto vigilante hasta el especialista poseen la única verdad
verdadera y todos se descalifican unos a otros y como dijo un “dador de vida”
con estetoscopio, “si no estoy yo, este hospital no funciona” o el todopoderoso
de terapia intensiva, “aquí el que manda soy yo”.
Otra característica de este sistema es que a los pacientes
y sus familiares se les trata como retrasados mentales y a la menor provocación
se les espetea una sarta de términos médicos, para dejar al mortal o a quien
esta en vías de serlo muy pronto, en la sumisión más llana por su inconfesable
ignorancia, reafirmando la supremacía y la contundencia de sus argumentos, que
generalmente dejan al interlocutor en la frustración y en la indefensión.
A mi madre la veo indefensa navegar entre este turbulento
río, que representa el estar en una cama de la unidad de terapia intensiva. En
ocasiones me mira con ojos profundos y desorbitados, como incrédula de estar
viviendo este infierno, como pidiéndome que la arranque de esta tumultuosa y
bizarra pesadilla. Otras veces veo que se apena cuando la afanadora o la
enfermera nos maltratan “porque no traemos bien puesta, una minúscula y
ridícula bata” o porque no hacemos lo que ellos desean, pues en los hospitales
de la seguridad social, los familiares de los pacientes se convierten en meros
sirvientes de los afanadores y de las enfermeras.
En un hospital de la seguridad social, se lucha contra la
muerte y contra la burocracia a brazo partido y con la bayoneta calada, cada
espacio, cada posición, cada información. Los pacientes y sus familiares
estorbamos y causamos trastornos a estos burócratas... achichicles de la
muerte.
Porque lo que más duele en este trance, no es la inexorable
muerte misma, porque todos nos vamos a morir y la muerte es justa y liberadora.
Lo que duele y lastima el corazón de pacientes y parientes, es la
insensibilidad, la majadería y la bajeza humana de estos burócratas que se
piensan seres sagrados, que la muerte y el dolor nunca los tocarán.
Porque no es su incapacidad, ni su falta de
profesionalismo, ni su ignorancia; el problema es su pequeñez humana y su
miseria existencial.
Sí Dios en verdad existe, estoy seguro que su infierno lo
encontrarán, eternamente, abandonados en una camilla, en un atestado pasillo de
urgencias de un hospital de la seguridad social.
15 de Noviembre de 2001.
Oaxaca de Juárez, Oaxaca
Viste www.toltecayotl.org
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www.facebook.com/guillermo.marinruiz
twitter @tigremarin
El título universitario de hoy es el título nobiliario del ayer. Por eso lucho desesperadamente por tener un título. xD
ResponderEliminarLos médicos, como todo típico licenciado o ingeniero, se siente un dios bajado del Olimpo precisamente porque, subconscientemente, esa es la idea que a uno le venden tanto en la universidad como en los medios de comunicación y en el entorno inmediato. Sin contar el sueldazo que se gana con sólo ese papel. xD
Ni modos. Vivimos en la cultura del "papelito, habla". No podemos hacer nada para impedirlo. xD